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Despertó sobresaltado una vez más. De nuevo el despertador no había sonado… o él no lo había escuchado… y llegaría tarde a clase como ya parecía ser costumbre. Saltó de la cama, se enfundó los primeros jeans que encontró tirados en el suelo, se metió por la cabeza la misma camiseta del día anterior, se calzó los tennis sin calcetines y apenas tuvo tiempo de coger al vuelo su vieja backpack, el estuche de la guitarra y salir corriendo. Después de la escuela iría a la academia de música, ésas eran las materias que de verdad disfrutaba. Por fortuna vivía a dos cuadras de la secundaria y no tardó más de cinco minutos en llegar. No obstante, la primera clase hacía más de media hora que había iniciado. El profesor de origen anglosajón lo fulminó con una mirada azul que parecía querer llegar a las profundidades de su cavidad craneal. Al chico no le importó. La soberbia de sus 15 años actuaba como un caparazón altamente blindado contra mentes estrechas nacidas en el siglo anterior. Un siglo que para él se antojaba tan lejano como Las Cruzadas que narraba la maestra de historia con abúlica maestría. Tomó su lugar en el salón de clase y guiñó el ojo a su compañera de al lado, una jovencita que le gustaba por sus ojos almendrados y su mirada perdida, al parecer, en otras épocas tan remotas como, precisamente, ése distante siglo XX. Luego intentó prestar algo de atención a una materia que se antojaba aburridísima, en un idioma que le parecía odioso e impartida con un tono que funcionaba como canción de cuna.

     Despertó tan sólo unos minutos después de haberse quedado dormido, o eso le pareció. Sin embargo, el aula se encontraba completamente vacía y silenciosa. Demasiado vacía. Demasiado silenciosa. Y diferente. No reconoció los pupitres, ni el pizarrón, ni el piso construido con unas baldosas de piedra que no recordaba haber visto nunca. Se sintió extraño en ese salón de clases y también se sintió extraño en su propio cuerpo. Pero eso qué tiene de raro, se dijo, soy un adolescente y a los adolescentes la vida nos pasa como a extranjeros en su propio país. Se levantó del pupitre sin dar demasiada importancia a nada porque nada importaba realmente demasiado, y cogió el estuche de su guitarra con una mano y la mochila con la otra. Pero ni el estuche de guitarra era como debía ser ni en la otra mano llevaba el viejo y raído backpack que usaba desde hacía dos años. En cambio, el estuche parecía albergar un instrumento musical diferente al suyo y en lugar de backpack, un lazo ataba un montón de libros de apariencia antigua. ¿En dónde está mi lap… y mi iPad? Se preguntó al tiempo que buscaba en torno suyo. Y entonces prestó mayor atención a su alrededor. Éste no es mi salón, corroboró, a lo mejor me equivoqué y estoy en uno de los de prepa, pensó. Pero dejó de pensar cuando al aula entró un ente oscuro, de baja estatura, mirada maligna y extraños ropajes negros que llegaban al suelo. Signore Ventura, sei arrivato in ritardo. El joven estudiante de secundaria miró al extraño ente con expresión de estar viendo a un extraterrestre. Casi quiso reírse a carcajadas. ¿Quién era ese profesor de baja estatura, enjuto, nariz de gancho y expresión de demonio de película de terror? ¿Y por qué le hablaba en otro idioma?, ¿italiano? ¿Desde cuándo tomaba clases de italiano? ¿Y en dónde había quedado Mr. Johnson, el profesor de inglés? Sin embargo, éste otro maestro sabía quién era él y lo veía con esa mirada que da el conocimiento. Él me conoce a mí pero yo a él no… ¿O sí? El pequeño ente con mirada de duende malévolo se acercó al joven con pasos decididos y sacó de debajo de la abultada sotana un fuete con el que cruzó el rostro del chico de un fuerte trancazo. Risponde, Marcello Ventura, sei sordo o stupido? Atónito, Marcello se sobó la mejilla izquierda y abrió los ojos como platos. Cómo se atrevía el gólem con atuendo de sacerdote bizantino a rozarle el rostro… pero cómo es que… pero qué no se da cuenta de que… Después miró a su alrededor. Entonces se dio cuenta de que no estaban solos. Que el salón de clases no había estado vacío en ningún momento y que se encontraba lleno de otros estudiantes, varones todos que, como él, vestían los jubones negros característicos del conservatorio de música de Florencia. Su compañero de al lado no era una chica de ojos melancólicos y almendrados, sino otro muchacho parecido a él y que le advertía con la mirada que se comportase como era debido. Entonces, Marcello miró al maestro de rostro marmóreo y respondió un débil y casi inaudible “mi dispiace” para luego tomar asiento en su respectivo taburete. Después sacó del estuche el instrumento musical. Un laúd que, ahora recordaba, había afinado con amor y dedicación la noche anterior, y se aprestó a atender la clase. Lo último que pensó antes de iniciar los primeros acordes fue que aquél había sido el sueño más extraño que había tenido en toda su vida.

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