
LA ABADÍA
SUSANA PAGANO

Después de laudes los novicios y monjes se dirigieron al refectorio con la intensión de tomar un desayuno antes de iniciar las labores cotidianas. Unos debían ir a la huerta a cosechar las verduras que se cocinarían ese día, otros habrían de cortar algo de leña para la cocina. Un par de ellos iría al pueblo a conseguir algunos suministros que hacían falta en el monasterio. Después de los frijoles de la olla, los huevos revueltos con jamón y las tortillas recién hechas, el abad se sentó en una banca del patio central y miró cómo se dirigían los hermanos hacia sus respectivas labores con esa actitud presurosa que da la costumbre. El abad tenía sus propias tareas pendientes, sin embargo, se dio el lujo de demorarse un poco. Sólo en esa ocasión tenía ganas de observar a los individuos que componían su pequeña sociedad religiosa, ya luego se abocaría a realizar sus propias faenas. Mientras tanto, los vio ir y venir de un lado a otro, cada uno de ellos absorto en sus propios pensamientos. El hermano Francisco se encaminó concentrado hacia la lavandería con el canasto de hábitos sucios y el hermano Octavio regresó de la huerta con un manojo de zanahorias que incluiría en los almuerzos de la tarde. También pasó por ahí el hermano José cargando el cubo de agua y los implementos de limpieza para asear el refectorio. Pero lo hizo como quien lleva a cuestas muchos años de malestar y arrastra sus pies con paso cansino y mirada gacha. El abad no entendía qué le sucedía al hermano José para comportarse de esa manera. Pronto se dio cuenta de que, en realidad, siempre había sido así; que su porte desmadejado, su andar andrajoso y su mirada perdida lo delataban como el hombre resignado a una vida que él no eligió. Pero el hermano pronto desapareció entre las columnas que conducían hacia el refectorio y el abad pronto dejó de pensar en él. Sin embargo, su concentración siguió siendo absoluta, penetrante y concentrada.
Entonces vio algo que llamó su atención. Un pequeño montón de escombros se acumulaban en el interior de la fuente central del patio en el que se encontraba. Le pareció sumamente extraño, pues hacía poco que habían restaurado esa fuente de la que brotaban sus aguas con entusiasmo. También reparó en que de ella no brotaba agua, por el contrario, se apreciaba tan absolutamente maltratada y ajada por el tiempo y el abandono como nunca antes la había visto.
El abad caminó hacia ella, no podía ser posible lo que veían sus ojos…
Y al acercarse más, notó mayor deterioro aún…
tanto en la fuente como en el patio mismo…
y en los corredores que circundaban el patio…
y en las columnas que sostenían los arcos de los pasillos y los techos mismos… Las paredes descarapeladas y la pintura sucia y resquebrajada daban cuenta de que el tiempo es inclemente y que no da prebendas ni segundas oportunidades.
El abad continuó perplejo mirando a su alrededor…
Aquello era una ruina…
como si en un santiamén le hubieran caído a la abadía doscientos años encima…
doscientos años de descuido y dejadez…
Y de vandalismo también porque cuando entró a la cocina se encontró con que ya no existían las estufas de leña que recién habían hecho los hermanos albañiles cuando se llevó a cabo la remodelación de la sección de cocina, del refectorio y de la capilla.
Habían desaparecido los cazos de cobre, las vitroleras de vidrio que él mismo había ido a comprar un par de semanas atrás a Puebla. Entonces se topó con una de ellas aunque se veía tan antigua, gastada y rota que no podía ser la que él adquirió. Y sin embargo, lo era porque recordaba bien una marca distintiva que había quedado fundida junto con el vidrio.
Con el corazón contrito, recorrió los pasillos, las celdas de los hermanos, la sala capitular, los locutorios y el scriptorium. Todo se encontraba en condiciones ruinosas, aciagas.
El abad comenzó a sentir un fuerte palpitar en las sienes. Estoy angustiado, se dijo.
¡Y cómo no iba a estarlo si parecía estar viviendo un cuento de miedo!, de esos que se les cuenta a los niños para que no salgan solos al bosque. Además, ninguno de los hermanos a los que acababa de ver haciendo sus labores, aparecía ahora por ningún lado. Se encontraba él solo ahí, en esa inmensidad abandonada a su suerte y al olvido.
Una opresión le aguijoneó con fuerza el corazón. Estoy próximo a morir, pensó…
Arrastrando los pies y el hábito dominico, regresó al patio del que había salido y en el que iniciara todo. Para cuando llegó ahí temblaba de pies a cabeza, incontrolable.
He de morir, se dijo, ésta es mi hora.
Volvió a sentarse en la misma banca que ahora lucía resquebrajada y antigua y cerró los ojos, la oscuridad invadió su visión por un momento y su boca se secó dejándole el gusto amargo de la bilis en los labios.
Tuvo una última visión de la abadía completamente en ruinas, dejada y olvidada. Una lágrima corrió por su mejilla. Y por un momento le pareció escuchar su nombre, o que alguien lo llamaba por su jerarquía de abad.
Éste es mi fin, se dijo, me han llamado para partir.
Con mucho esfuerzo logró abrir los ojos, quizá en un vano intento por aferrarse a la vida. Y entonces vio cuatro pares de ojos observándolo a él.
¿Qué le sucedió, padre?, le preguntaban.
¿Se siente bien?
Creo que tuvo una apoplejía.
O un vahído.
El abad miró a su alrededor. La abadía, impecable, radiante y orgullosa, se alzaba frente a sus ojos como un titán indestructible.
Con un hondo suspiro dijo: He visto el futuro...
Y luego se incorporó aún tembloroso para dirigirse al scriptorium a realizar sus propias labores.