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LA FOTO DEL ABUELO

SUSANA PAGANO

avión de cabina

El avión aterrizó a las 4 en punto. Marcela no supo si eran las 4 de la mañana o de la tarde. Acababa de despertar de un sueño profundo que había durado demasiadas horas, casi todo el vuelo. No había despertado ni para comer por lo que ahora tenía un hambre atroz. Si fueran las 4 de la tarde habría luz de día, se dijo, pero luego recordó que estaba llegando al aeropuerto de Reikiavik y era octubre, por lo que era muy probable que fuera de noche, pues ya estaba entrado el otoño. Pero como ella venía de un país tropical en el que la diferencia de iluminación diurna entre el verano y el invierno era poca, prefirió pensar que eran las 4 de la madrugada. Trató, de cualquier forma, recordar qué decía su itinerario de viaje con respecto a ello. No lo pudo recordar, se sentía demasiado atolondrada todavía por las horas de sueño. Por fortuna no tuvo compañeros de viaje en los dos asientos al lado suyo y por eso había podido recostarse en los tres asientos, y que hacían las veces de una mullida y confortable cama. Después del infernal viaje que sufrió desde Tanzania hasta París y luego de París a la ciudad en la que acababan de aterrizar ahora, apenas y esas horas de sueño la reconfortaban un poco. Sin embargo, se sentía exhausta luego de subir tres días para hacer cumbre en el Kilimanjaro, tras los cuales necesitó otros tres para bajarlo. Y, para rematar volar en aviones durante tantas horas. Deseaba con toda su alma llegar a su casa y a su cama. Pero aún le restaban las horas de vuelo, que eran todavía demasiadas, desde Reikiavik hasta su hogar. Pero sólo así había podido conseguir un vuelo relativamente barato. El Kilimanjaro estaba al otro lado del mundo, sin exagerar. Si bien no eran las antípodas de su país, quedaba lo bastante lejos como para desear no volver a salir de su patria, de su ciudad, de su casa y de su cama en los días que le quedaban de vida. Sonrió, pues sabía que ése que hablaba era el cansancio, no ella. En cuanto se recuperara estaría lista para emprender la siguiente aventura y estaría ansiosa por subirse a un nuevo avión que la llevara a algún otro confín del mundo. Se estiró como una gatita y esperó a que el altoparlante diera la orden de abrocharse el cinturón de seguridad, de colocar la mesita de servicio en su sitio y poner el respaldo en posición vertical. Se sabía las instrucciones de memoria. Se recargó en el respaldo de su asiento y cerró los ojos, como para sentir todavía un poco la modorra del sueño. Recordó sus peripecias y sus experiencias subiendo el volcán tanzano. Suspiró. Había sido una experiencia inolvidable, en muchos sentidos. La gente… mucha gente… la comida, la subida al volcán, hacer cumbre, luego bajar… Era como renovarse, como volver a nacer. Dio una larga y lenta bocanada de aire. Llenó sus pulmones de aire de avión y a su sentido del olfato llegó un ligero, muy ligero olor a naftalina. Era tan tenue que creyó haberlo soñado. Era imposible que el interior de un avión en pleno vuelo oliera a naftalina. Pero entonces el aroma se intensificó un poco. 
      Abrió los ojos. No reconoció, de momento, el lugar en el que se encontraba. Parecía ser una habitación antigua, vieja, un poco oscura. Le pareció familiar, demasiado familiar. Era el dormitorio de su abuela. Ella se encontraba parada ahí, en medio del cuarto, entre la cama matrimonial y la cajonera de tipo colonial. Al lado de la cajonera estaba ese inmenso ropero en el que la abuela guardaba cosas inverosímiles. Era una aventura que la madre de su madre le mostrara algunas de las cosas que se encontraban ahí guardadas como grandes tesoros: unos antiguos anteojos propiedad de su padre, es decir, del bisabuelo de Marcela. La bailarina de una inexistente caja de música, un camafeo con un retrato del abuelo. Qué es un camafeo, recuerda haberle preguntado. Pero en lugar de una respuesta, Marcela escuchó un gemido. Venía del cuarto de su abuelo. Su madre entonces entró a la habitación y tomó a Marcela de la mano. Ven, le dijo, hay algo que tenemos que hacer. Por le expresión de su madre, el tono de su voz y los ojos vidriosos, supo que no se avecinaba nada bueno. La llevó a la habitación que quedaba justo enfrente de las escaleras, en donde estaba el dormitorio del abuelo. Los abuelos dormían en habitaciones separadas desde que ella tenía memoria.
      Marcela se dejó conducir por su madre a la habitación del abuelo. Él era grande, muy alto y era la persona que ella más amaba en el mundo, en su pequeño mundo de niña de siete años y de tan corta estatura porque ella, a diferencia del abuelo, era muy pequeñita, menudita y frágil. Vio a ese hombretón, que antaño había sido como un roble y que ahora era como un ciprés, tendido en su cama con los ojos cerrados y expresión dolorida. Despídete del abuelo, le dijo su madre con voz dura, contenida. Por qué, quiso saber, a dónde se va. Lejos, respondió su madre, muy lejos. 
      Marcela se incorporó de golpe. Había soñado con la muerte de su abuelo acaecida hacía tantos años ya. Sintió el corazón acelerado y un regusto amargo en la boca. Pero no había sido un sueño. Aquel recuerdo resultaba tan vívido que no podía haber sido un sueño. ¿Un viaje en el tiempo?, se preguntó y sonrió hacia adentro. No, sólo había sido un sueño muy real. Volvió a verificar el cinturón de seguridad, el respaldo de su asiento. Todo en orden. Había sido muy agradable viajar sin acompañantes en los asientos de al lado. Y agradeció esa oportunidad, en verdad había descansado. Entonces llamó su atención que dentro del avión no se escuchaba el más mínimo movimiento. En dónde estaban las azafatas. Deberían de ir recorriendo el largo pasillo para verificar que todo estuviera en orden o si a alguien se le ofrecía una aspirina. Se asomó por el pasillo. En los asientos del otro lado no había nadie. Tampoco en los de enfrente ni en los de más atrás. Tragó saliva. Levantó la vista para mirar más allá. No había azafatas, ni pasajeros. Nadie. Con manos temblorosas abrió el mecanismo del cinturón y caminó hacia la cabina. Mientras avanzaba hacia la nariz del avión, iba verificando que los asientos, en efecto, se encontraban vacíos y que la señora gorda vestida de verde, el bebé que lloraba y el señor con anteojos y computadora encendida que recordaba de cuando abordó, no estaban en el avión. Ni ellos ni nadie más. Llegó a la puerta de la cabina. Recordó que estaría cerrada, pues desde los atentados del 11 de septiembre, todas las cabinas de todos los aviones de todas las aerolíneas de todo el mundo, debían viajar encerrados detrás de una puerta blindada para protegerse de potenciales terroristas. Así que no abrirá, pensó. Pero lo intentó de todas formas. Giró la perilla y la puerta abrió con una suavidad y un silencio que la aterró más que si hubiera rechinado como en las películas de terror. Sentados en los controles no había piloto, ni copiloto, ni auxiliar de vuelo. Marcela giró la cabeza hacia un lado y otro varias veces, volvió a mirar hacia el pasillo paseando los ojos por clase premier y luego por la clase turista para regresar la vista de nuevo a la cabina. Nadie. El avión se encontraba vacío en pleno vuelo. En dónde estaban todos era una pregunta estúpida en comparación con la pregunta que seguía, por fuerza, a continuación: ¿cómo haría para aterrizar un avión de 350 pasajeros ella sola si no tenía idea de cómo se pilotaba un monstruo alado como ése? Y como ésa era una pregunta que no tenía la menor respuesta, regresó a la primera pregunta, ¿en dónde estaban todos?
      Se asomó por las ventanillas frontales del avión. Una vista que estaba reservada a la tripulación, privilegio que rara vez se les permitía a los pasajeros. Nada parecía moverse, ni las nubes, ni los destellos de un sol que estuviera a punto de asomarse u ocultarse en el horizonte. Ni el propio avión. Todo permanecía estático e inamovible en el aire. Por imposible que pareciera, eso era lo que Marcela alcanzaba a ver por las ventanas. Permaneció exánime unos segundos, escuchando, sintiendo. En efecto, el avión no se movía. Salió de la cabina de controles y, al pasar por la clase premier tuvo una idea absurda y se sentó en uno de los asientos. Jamás había tenido el privilegio de viajar en primera clase y deseaba saber qué se sentía. Notó que eran más cómodos y amplios los asientos de una línea de autobuses, lo cual era bastante absurdo. Se levantó para inspeccionar todo lo que un pasajero no tiene permitido inspeccionar en un avión. Pero cuando estaba a punto de abrir el carrito de comida de primera clase, escuchó el singular e inconfundible ronronear de los motores y sintió el tirón que hace una aeronave cuando pasa por una bolsa de aire. El avión se encontraba en marcha. Pero seguía tan vacío como antes. Ya no se encontraba suspendido en el aire y no había nadie en la cabina que lo llevara de regreso a tierra firme. Aterrada, despavorida incluso, corrió hacia su asiento. En su loca carrera, segura ahora sí de que el avión volaba y de que lo hacía solo, y segura de que ella era el único ser humano de todo el vuelo, se refugió en su hilera de asientos. Se volvió a recostar justo como había dormido durante todo el trayecto y se abrazó a su bolso de mano como si ella fuera una niña y su bolso un osito de peluche. Cerró los ojos con fuerza. No había otra cosa qué hacer más que esperar la muerte en lo que el avión perdía altura y se precipitaba hacia un campo de cultivo, el océano o una calle transitada de la ciudad. Los minutos que le quedaban de vida eran los más tortuosos, los más aterradores. Apretó los ojos con fuerza, no quería ver su propia muerte. 
      Abrió los ojos. Se encontraba en la cama de un hospital. Sus familiares le dijeron muchas cosas de golpe. Todos hablaban al mismo tiempo pero podía entender una cosa: que ella había sido la única sobreviviente. Que los médicos no se explicaban que hubiera sobrevivido a las aguas heladas del Mar de Labrador, que sólo había sufrido unas cuantas contusiones. Que llevaba diez días en un coma que no era coma, sino como si durmiera el sueño de los justos. Que la habían encontrado muy lejos de donde creían que se había estrellado la aeronave. Pero que no habían encontrado aeronave, ni pasajeros, ni tripulación, ni caja negra, ni nada de nada. 
      Durante los siguientes días, una vez que estuvo fuera de peligro aunque nunca hubiera estado en peligro, la trataron como a una delincuente, como a una terrorista, como a una espía, como a una traidora. La interrogaron, la investigaron, la mantuvieron encerrada en el hospital a pesar de que no tenía ni un rasguño que hubiera que curar y ni un dolor de cabeza siquiera que hubiera que sanar, pero la tenían ahí porque no habían encontrado motivos para arrestarla. Ella se cansó de repetir su historia, lo que había vivido en el avión. Se la contó al detective, al policía, al militar, a un hombre de mirada hosca y que sólo faltaba que vistiera de negro. Sus familiares, incluso, la interrogaron con tal vehemencia que ella optó por cerrar la comunicación y no volvió a hablar, ni a hacer contacto visual, ni a responder nada de lo que le decían o preguntaban. Se mantuvo encerrada en su terco silencio hasta que no les quedó más remedio que “darla de alta”.
      Cuando llegaron a casa, su marido –el cual se había convertido en un extraño de la noche a la mañana- colocó las maletas en la puerta de entrada, la tomó con delicadeza del brazo y sacó algo del bolsillo de su pantalón. Algo que mantuvo en el puño cerrado de su mano y le dijo: una de las enfermeras me dio esto en el hospital, me dijo que no se lo había querido dar a la policía porque entendía que era algo con gran valor sentimental y que, si lo entregaba, jamás lo volverías a ver. Su esposo abrió la mano y en ella relució un objeto dorado y redondo. Ella lo tomó con suavidad y manos temblorosas. Con las mismas manos que temblaban sin control abrió el camafeo, y desde su interior, la sonrisa plácida y amorosa de su abuelo parecía darle la bienvenida de regreso a casa.

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