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Afuera llovía con esa intensidad que hace pensar en el fin de los tiempos.

      Los relámpagos iluminaban el cielo por milésimas de segundo. El rugido de los truenos la hizo estremecer. Se aceleraron los latidos dentro de su pecho y tuvo la sensación de estar viviendo dentro de una película de terror.

      Una nueva descarga eléctrica hizo retumbar los vidrios de la sala con tal estrépito que Maura brincó en la silla frente a la computadora y Laila corrió a meterse debajo de la cama, temblorosa y agitada. Laila era la mascota de Maura, una schnauzer miniatura.

      No pasa nada, le dijo su dueña sin el menor atisbo de convicción.

      Pero estaban tan asustadas la una como la otra.

      Esto es absurdo, se reprendió a sí misma, ya no tienes diez años.

      Y sin embargo, sus palabras no le sirvieron de gran consuelo, aun tenía el corazón contrito, como si una maldición estuviese a punto de caerle encima. Luego miró por la ventana y contempló por un largo rato la violencia de la lluvia azotando todo cuanto se encontraba a su paso.

      No le gustaban las tormentas.

      Le recordaban la detonación.

      Aún podía escucharla con los oídos de su memoria.

      Y ya habían pasado veinticinco años de aquello.

      Un rayo que cayó muy cerca y que hizo retumbar hasta los cimientos de la casa, la hizo pegar un brinco en su asiento.

      Estos malditos climas siempre me ponen nerviosa, murmuró. Igual que a ti, pequeña, le dijo a su perrita que seguía hiperventilando debajo de la cama.

      Maura se levantó y fue a la cocina a servirse un vaso de vodka.

      Lo mejor que puede uno hacer en una tarde de tormenta es embriagarse, sentenció.

      En realidad odiaba el vodka pero daba igual, serviría para los mismos fines. Regresó a su estudio y volvió a sentarse frente a la computadora para tratar de continuar lo que había dejado inconcluso antes de que iniciara la tormenta. Debía terminar el reporte esa misma tarde, de lo contrario su jefe le pondría esa cara de bulldog mal alimentado que hacía cada vez que algo no resultaba a su entera satisfacción.

      Pero justo cuando tomaba asiento de nuevo frente al escritorio se interrumpió el suministro de energía eléctrica.

      ¡Maldita sea!

      Tomó el vodka de un solo trago, cerró los ojos y se frotó las sienes con las yemas de los dedos tratando de menguar el inminente dolor de cabeza sólo para confirmar que, de cualquier forma, ya le dolía.

Abrió los ojos y en esa semi penumbra le pareció ver algo reflejado en el monitor de la computadora.

Maura sintió cómo se aceleraba el ritmo de su corazón.

      Era una silueta humana. El contorno de una cabeza, un cuello, unos hombros angostos, una cabellera larga.

      Maura se volvió sobre sí misma pero detrás de ella no había nadie.

      La luz regresó y la repentina luminosidad la cegó por un momento. Ya no había nada en el monitor de su computadora. Tampoco había nadie en su casa aparte de ella misma y de su perra asustadiza.

Pero clarito vi una figura humana en el monitor…

      Y entonces pensó que algo en esa forma le había resultado familiar.

      Demasiado familiar.

      Fue hacia el viejo armario donde solía guardar cosas inservibles, inútiles, viejas, o recuerdos de otros tiempos. De ahí extrajo un álbum de fotografías. Sólo tuvo que pasar un par de hojas para encontrar lo que buscaba.

      Aquí estás, mamá.

      Era la foto de una mujer joven, hermosa, de cabellos largos y una sonrisa que estaba muy lejos de predecir que sólo un par de días después cogería un revolver y se apuntaría con él a la sien derecha para jalar irremediablemente del gatillo por una única vez.

      Yo tenía diez años, dijo Maura.

      Luego cerró el álbum de un manotazo y lo volvió a colocar en su lugar.

      Maldita seas, dijo en voz alta y regresó a su sitio en el escritorio.

      Entonces volvió a ver la sombra de su madre reflejada en el monitor de la computadora. Conforme clavaba la mirada sobre la imagen, ésta se iba haciendo cada vez más nítida, más definida.

      Como si volviera a la vida.

      Como si regresara de un mundo lejano.

      Maura clavó sus ojos en los de su madre. Se vieron, se contemplaron, se midieron. Una odiando a la otra.           La otra pidiendo compasión.

      Ambas confrontadas…

      …amándose…

      …y odiándose a un mismo tiempo.

      Maura caminó hacia su madre. Una fuerza de atracción la llamaba a su lado. Se iría con ella a donde quiera que se encontrara ahora. Le reclamaría el abandono y la orfandad. Le echaría en

cara los miedos nocturnos, las veces que mojó la cama aun habiendo cumplido los quince. Le escupiría en la cara el amor que le tuvo y que ya no pudo darle.

      Caminó hacia ella sabiendo que no habría vuelta de regreso… que no volvería a haber un jefe que reclamara un reporte mal hecho, que ya no habría relámpagos ni lluvia que la atormentaran.

      Dio varios pasos más cuando un ladrido la frenó.

      Se detuvo en seco.

      Y volvió en sí.

      A un lado suyo, su perrita Laila la miraba con los ojos muy abiertos, con los ojos del espanto, y le ladraba con insistencia. Maura dio un gran suspiro y abrazó a su mascota.

      Gracias, le dijo, gracias por hacerme volver de un viaje sin retorno.

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