top of page

MIENTRAS MIRAS LA BÓVEDA CELESTE

SUSANA PAGANO

Cielo negro

Se quedó tendida boca arriba, mirando la bóveda celeste. 
        Y sin embargo, aunque su cuerpo no volvería a responder a las inclemencias del tiempo o al roce de una caricia, su conciencia permaneció ahí observándolo todo. Pudo ver con claridad a su agresor y cómo éste bebía cerveza en la cantina con sus amigos y se ufanaba de su ultraje. También presenció cómo llegaban los paramédicos, los policías, el MP y un montón de fisgones. Le pareció curioso darse cuenta de que ya no sentía nada. No sólo no tenía dolor físico, sino tampoco dolor emocional. Fue testigo, empero, del dolor de sus padres y de la tragedia que llamaba a la puerta de su casa y de su familia entera en cuanto la noticia se desperdigó. Pudo ver cuando la pala arrojaba los montones de tierra sobre su ataúd. Hubiera querido decirle a su madre que estaba bien, que no se preocupara por ella, que no llorara más, que no deseara la muerte porque ésta aún tardaría muchos años en llegar. También le hubiera gustado abrazar a su joven novio, dos años mayor que ella, y decirle todas aquellas pequeñas cosas que nunca le dijo. Ya nada de eso tenía importancia ahora. No obstante, había algo que sí la tenía. Debía emprender una tarea antes de seguir su camino hacia donde sea que tuviera que seguirlo. 
        Buscó y rebuscó. No fue fácil en un principio. Se sentía desorientada y muy cansada. Vagó por calles, avenidas, colonias desconocidas y barrios de mala muerte. Aunque para ella el tiempo ya no tenía significado, supo que había pasado mucho cuando al fin dio con él. Con el causante de su prematura partida. Decidió que permanecería a su lado por un largo periodo… o hasta que él fuera capaz de reconocer lo que había hecho. 
        El primer día sólo se le quedó mirando mientras dormía. Él no parecía conocer los remordimientos, ni la culpa, ni nada que se pareciera al arrepentimiento. Dormía como un bendito, como un ángel que sólo sabe hacer el bien, tan tranquilo, tan en paz… 
        El segundo día la chica sopló en la oreja del hombre un vientecillo ligero y suave, casi imperceptible. Él se sacudió la oreja como si se tratara de un mosquito que está haciendo de las suyas. Ella insistió, persistió, no dejó de soplar en su oído ese ligero vientecillo cálido y fastidioso. Hacia la tarde, el hombre se sentía molesto y enfadado. Al quinto día creyó que ir a embriagarse con los amigos era una buena idea. Entonces ella no sólo sopló en su oreja, sino que también dijo su nombre. 
        El de ella. 
        Lo susurró muy suave, como una caricia, casi como un gesto amoroso. El hombre enfureció. Arremetió con todo y contra todos. Los amigos lo tildaron de borracho e idiota. Desde luego era ambas cosas. La joven volvió a pronunciar su propio nombre en la oreja del tipo y agregó una ligera risilla. 
        Él salió huyendo de la cantina, seguro de que había bebido demasiado y de que ya escuchaba voces. En casa le esperaban un montón de drogas que consumió con la esperanza de que lo abandonara la voz que repetía en su oído el nombre de su víctima. Eso en realidad no ayudó gran cosa pues ahora también la veía. 
        Sólo él era consciente de su presencia. 
        Es que estoy aquí sólo para ti, le decía ella. Y él más fumaba, más inhalaba, más se inyectaba, más se desesperaba. 
        Dormir seguro sería la solución. Y cayó en un sueño profundo. Pero la situación no hizo más que empeorar. Las pesadillas se hicieron presentes, recurrentes, tormentosas. Se retorció entre seres diabólicos que bebían de su sangre, que introducían en su cuerpo objetos inverosímiles por lugares inverosímiles. Despertó sudoroso y con la respiración agitada. Vomitó varias veces, en su cama, en el piso del cuarto, en el baño, en sí mismo. Se volvió a dormir y las pesadillas continuaron. Peor que antes, peor que nunca. Al día siguiente decidió que el alcohol no era la solución. Las drogas mucho menos. 
        Te vas a convertir en monje, se burlaron sus amigos. 
        Váyanse a la chingada, les decía. 
        Ya sólo podía fumar tabaco… 
        Y ese vientecillo en la oreja. 
        Consultó un médico que le recetó ansiolíticos. No necesitó echarle muchas ganas para volverse adicto. No paraba de consumirlos. Pero sólo lo tranquilizaban por momentos. 
        Y el vientecillo en la oreja no se desvanecía nunca. 
        Ni la voz de la chica pronunciando su nombre. Decidió meterse completa la receta de ansiolíticos. Sacó pastilla por pastilla de su envoltura metálica. Las echó a la palma de su mano y las ingirió de un jalón con un trago de whisky. 
        Mala combinación, le dijo ella al oído. 
        ¡Déjame de estar chingando! 
        Ahora soy tu conciencia, y rio con esa risilla suave, casi inaudible. El joven dio varios tragos más al whisky y se tumbó sobre el piso de su habitación a esperar que las pastillas hicieran su labor. 
       Cerró los ojos. 
       Creyó que empezaba a dormirse cuando sintió un peso sobre su cuerpo. Como si una persona se le hubiera acostado encima. 
        ¡Maldita sea!, ¡maldita sea!, ¡maldita sea! 
        Y esa risilla… 
        Y de nuevo el vientecillo en la oreja. 
        Y el nombre de la joven reverberando en su oído. 
        Él se incorporó de un brinco. Quiso huir pero no pudo hacerlo. Se sentía mareado, atarantado. Tenía unas horribles ganas de vomitar. Le dolía el vientre y el dolor era insoportable. Cuando tomó las pastillas creyó que sólo se dormiría y que ahí terminaría toda su agonía. No sabía que ella jamás lo permitiría y que, por el contrario, buscaba la manera de que él sintiera todo y fuera consiente de todo. 
        Vas a desear la muerte. Vas a terminar deseando la muerte. 
      El hombre intentó vomitar el contenido de su estómago, el suplicio del dolor abdominal era por demás insufrible. Pero no salió de su garganta ni un poco de bilis, ni agua siquiera. No hubo manera de que pudiera volver el estómago. En el último impulso de desesperación, corrió hasta la azotea de su edificio, en un décimo piso. Cuando llegó ahí, ni siquiera se detuvo a pensar en lo que hacía, sólo corrió y corrió y corrió… 
        …y se arrojó de cabeza al vacío. 
        …voló por el aire, dio una voltereta, pudo ver el azul inconmensurable del cielo, sin una sola nube, sin nada de contaminación…
        … y cayó de espaldas contra el pavimento. 
        El hombre se quedó tendido boca arriba, mirando para siempre la bóveda celeste… y el rostro de la chica.

bottom of page