
DE ESTE LADO DE ACÁ
SUSANA PAGANO

Estuve inquieto toda la mañana. Fue ese sueño otra vez. Me perseguía, aunque al principio aparecía en mi recuerdo como un vago rumor. Después cobraba forma; lo hacía como una gran catarata que va escupiendo el agua a borbotones… una cascada de emociones… que me eclipsaba… que me aturdía. Permanecí sentado en el sillón de la sala un largo rato. Me temblaba el cuerpo. Las ideas no acudían a mi cerebro, estaba en una especie de impasse del que no podía salir. Vino una de las vecinas a traerme caldo de pollo. De esas vecinas que creen que todo lo pueden curar con caldos y tés de manzanilla. Le dije que se fuera, que me dejara en paz. De alguna manera quería disfrutar de ese momento en el que estás en medio de una frontera y la otra. Te sientes dividido entre dos mundos. En el de aquí y en el de la utopía. Como dos universos paralelos. He escuchado que esas cosas existen, que hay mundos que suceden de manera simultánea al nuestro sin que los podamos percibir, sin que lo veamos ni lo escuchemos, que sólo podemos intuirlos. Si acaso de pronto se manifiesta con pequeñas muestras de energía que se materializa… como cuando pasa una sombra a un lado nuestro o el cajón de la cocina insiste en abrirse por sí solo. Eso es porque en esa otra dimensión alguien más lo está abriendo intencionalmente y pasa de una a la otra sin querer, en una suerte de error de cálculo metafísico.
Me quedé un buen rato en posición fetal, hecho bolita en medio del sillón de la sala. Abrazado a las piernas. Sudando por cada poro de piel. Sintiendo un hueco en el estómago, pero un hueco que no es de hambre, sino como un vacío de eternidad. Otra vecina vino a quejarse de que esté todo el tiempo haciendo ruidos. Pero cómo voy a hacer ruido si estoy aquí abrazado a mis piernas y a mis angustias, flaco como una lombriz y con las ojeras que languidecen hasta el piso. Pero dice que escucha claramente cómo arrastran cosas, como si alguien estuviera decidido a cambiar la distribución de los muebles cada noche. Estuvo tocando la puerta rabiosamente hasta que tuve que abandonar mi posición fetal y abrir. Qué carajos quieres, le pregunté. Que dejes de hacer tanto maldito ruido, gritó. Cuál ruido. Se asomó por encima de mi hombro para ver hacia el interior de mi apartamento y lo encontró como siempre, con los tres palos viejos que tenía yo desde que me cambié a vivir ahí. Un sofá viejo de terciopelo verde herencia del abuelo y en el que me mecía abrazado a mí mismo y en donde seguía yo justamente, abrazado, tieso como un palo de escoba. Qué tanto haces ahí, me preguntó. Qué tanto hago de qué. Haces mucho escándalo, andas con los muebles de un lado a otro. Cuáles muebles. Ella miró otra vez, desconcertada. Pues no sé, pero haces tremendo ruidero, a ver si ya te callas. Y se fue. Yo volví a cerrar la puerta, regresé a mi posición de abrazarme a mis rodillas (de la que, en realidad, no me había movido), para seguir pensando en la miseria de vivir de este lado de acá. Quizá del lado de allá sea más divertido, pensé. Luego me quedé dormido. Pero desperté al poco rato sólo para descubrir que de ese lado de allá no era mucho mejor que acá. Sólo que acá ya se volvió allá y allá es acá. No sé si me explico. Es que ahora vivo del lado de los que hacemos el ruido que hace que los que viven en el lado opuesto se paralicen de miedo. Como la vecina ésa que ahora mismo puedo ver cómo se la llevan a un hospital para loquitos. Porque tantos ruidos que me propuse hacerle terminaron por aflojarle más de un tornillo aun cuando yo sigo aquí abrazado y sin moverme, tieso y putrefacto. Se fue gritando que yo me había propuesto volverla loca. Quizá sí, quizá no. Pero eso jamás va a poder demostrarlo. ¿Quién le va a creer que me vine a vivir de este lado de acá para mover muebles inexistentes, hacer ruidos reverberantes y susurrar palabras ininteligibles a su oído? Se la pasa uno bien acá, definitivamente.