top of page

ETERNO MARMOL

SUSANA PAGANO

La gente en el Museo

I
Elevó una plegaria hacia el infinito, o hacia Dios, o hacia la creación. Daba igual, él lo hizo durante varios minutos. Estuvo rezando un rato muy largo. El tiempo transcurrió sin que se diera cuenta. Pasaron las horas, el amanecer dio paso al atardecer y el atardecer a un nuevo día. Y sucedió que pasaron más días y más semanas, incluso meses. Cuando volvió en sí habían pasado años. El monje ahora se había convertido en un viejo que miró todo a su alrededor y se dio cuenta de que le quedaban pocos minutos en la tierra. Se maravilló y se sintió agradecido. Porque no había tenido que soportar todos los sufrimientos que se padecen día con día, año con año. No hubo necesidad de que experimentara enfermedades, ni momentos desagradables motivados por desacuerdos con sus hermanos de fe. Tampoco sufrió la pena de perder a un ser querido o de experimentar carencias. El tiempo se había ido y junto con él todo lo malo que se vive en este valle de sufrimiento, se dijo. Sin embargo, se dio cuenta de que tampoco había experimentado las risas, el gozo, las caricias de una mujer amada, las bondades de una vista ejemplar en la cima de una montaña. Tampoco volvió a ver un amanecer porque sus ojos había perdido toda visión al haber estado cerrados durante tanto tiempo. No tuvo siquiera la oportunidad de dejar de escuchar los lamentos de los niños enfermos del orfanato en el que antaño hacía caridad porque ya no podía oír. Al no necesitar la audición, la había perdido. Los músculos de su cuerpo estaban rígidos, entumidos, parecían haberse convertido en pedazos de piedra esculpidos. No pudo mover el brazo derecho cuando quiso recargarse en él para enderezar el espinazo. No pudo mover el izquierdo para ayudar al derecho a moverse. Intentó desdoblar las rodillas para abandonar la postura de oración pero sus piernas no le obedecieron. Por fin, después de mucho esfuerzo y de muchísima fuerza de voluntad, consiguió abrir los ojos. Durante varios minutos, o lo que le parecieron varios minutos, no pudo ver nada. Sólo manchas negruzcas sin ningún sentido. Luego, poco a poco, comenzó a aclararse la visión. Pero sólo pudo ver que, a su alrededor transitaban personas que se paseaban por un gran salón. El salón era espacioso, enorme. Con grandes techos muy altos y cantidad de cuadros colgados por todas las paredes. Reconoció algunos de ellos. Eran de grandes maestros del renacimiento, o eso se imaginó, pues realmente de pintura no sabía mucho. Observó durante un rato a las personas que iban y venían. Algunas pasaban más o menos de largo, sin mucho interés por lo que estaban viendo a su alrededor. Otras se detenían a observar unos pequeños objetos rectangulares que sostenían con una mano y, luego de un momento, continuaban con su recorrido. Algunos otros dirigían esos mismos objetos delgados y rectangulares hacia algún punto. El artefacto emitía un singular sonido que el monje no podía identificar ni mucho menos ponerle un nombre. Fue ahí cuando se dio cuenta de que había vuelto a escuchar. Qué alivio, pensó, estoy recuperando todas mis facultades. Ya podía ver, ya podía escuchar. Eso significaba un gran avance para su completa recuperación. Entonces se percató de otra cosa singular. La gente vestía diferente a todo cuanto él había visto alguna vez. Era verdad que los años de encierro en el monasterio tienen la singularidad de reducir la capacidad de distinguir a un caballero de un vagabundo… o casi… pero esta visión de ahora lo dejaba perplejo, pues, la vestimenta le resultaba tan extraordinaria como escandalosa, ya que entre los visitantes a ese sitio reconoció algunos rostros como del género femenino, esos seres casi desconocidos y misteriosos para él, y le quedó muy claro que vestían muy parecido a los hombres, pues no llevaban largas enaguas ni sombreros que cubrieran sus osadas cabelleras. Incluso, usaban las melenas como las habría llevado un león, enmarañadas y con desparpajo. El monje no podía descifrar en qué lugar se encontraba. Parecía el salón de un palacio. Pero no entendía qué hacía él ahí ni quiénes eran todas aquellas personas que iban y venían, que admiraban cuadros y se marchaban sin regresar a aquél salón. Sin embargo, de lo que sí se dio cuenta fue que su piel se encontraba tan fría y tan rígida como el mármol, de que él se encontraba completamente desnudo ubicado en una posición imposible y de que la gente que pasaba lo miraba con igual escrutinio como miraban los cuadros de las paredes. Cerró los ojos y deseó no haberlos vuelto a abrir nunca.

II
Había algo en esos ojos que no supo descifrar. Su mirada no sólo era extraña, sino que se podían leer en ella un sinfín de emociones. Desde la rabia más recalcitrante hasta la ternura más insólita. Le daba temor esa mirada pero, al mismo tiempo, no podía dejar de observarla. Era como un imán, como una extraña seducción que no podía rechazar. Se acercó más a la escultura hasta casi pegar la nariz con la nariz de mármol. Pero dio un brinco y se retiró como si hubiese recibido una descarga eléctrica. Podría jurar que los ojos de la escultura habían parpadeado. Qué estupidez, se recriminó. Volvió a acercar el rostro, pero esta vez lo hizo con mayor cautela, como cuando acerca uno la mano a un perro para que la olisquee y nos reconozca. Y entonces lo vio con la claridad del agua; la escultura había parpadeado. ¿Estaba viva? El chico sonrió, claro, era uno de esos mimos que se maquillan el cuerpo completamente de blanco y posan durante horas en una misma posición para que dejes unas monedas en el recipiente a sus pies. Claro, eso tenía que ser. Lo que le pareció muy extraño es que éste no era un artista callejero, pues se encontraba en uno de los museos más famosos del mundo y estaba ahora en uno de los pasillos de esculturas clásicas. Así que no podía ser un mimo disfrazado de escultura. Podría tratarse de un performance organizado por los curadores del museo. Entonces, eso significaría que todas las estatuas de ese pasillo debían ser humanas y que trataran de engañar al turista despistado. Quiso entonces hacerse el listillo. Miró hacia un lado y otro de la sala para que, en el momento en el que uno de los guardias estuviese distraído, alargar la mano y tocar lo que estaba prohibido. Así lo decía claramente el letrero de no tocar. Pero lo hizo. Posó la mano sobre el hombre que fingía ser una escultura. Pero retiró la mano con un movimiento brusco y un brinco. El corazón le palpitaba con fuerza. No, no se trataba de un hombre disfrazado de escultura. Acaso era una escultura disfrazada de hombre. Acercó entonces el rostro al rostro del pedazo de piedra, en realidad ya no sabía cómo llamarle. Y se vio de pronto observado por esos ojos de piedra. El chico dio varios pasos hacia atrás, sudoroso, con el corazón latiendo desbocado, con las manos temblorosas, el rostro desencajado. En cuanto se hubo recuperado un poco, salió corriendo del museo y de la ciudad misma para no volver nunca más. El guardia de sala, que lo había presenciado todo, se acercó a la escultura, le dio una palmadita en la rodilla, como se palmea la cabeza de un perro y le dijo: donde sigas haciendo de las tuyas, un día le vas a dar un infarto a alguien. Después volvió a su lugar de vigilancia. La escultura entonces, dejó escapar de su ojo marmóreo una diminuta y casi invisible gota de lágrima.

bottom of page